Freedom for Loftus, o una revisión neurocientífica de la «nueva cosa».

Hace unos años, debido a un encargo profesional, pasé mucho tiempo leyendo acerca de lo que se denomina Síndrome de memoria falsa. En síntesis tiene su origen en las investigaciones de la doctora Loftus acerca de la creación e implantación de falsos recuerdos, esencialmente dolorosos y relacionados con abusos. La mecánica básica tiene que ver con implantar recuerdos traumáticos sin base fáctica, que son interpretados y aceptados inclusos neurológicamente como “auténticos”. Es un tema tan interesante y sugerente como dramático y trágico: alguien asume como propia una narración e interpretación ajena sobre un dolor propio y ya apenas logrará despegarse de ello, lo que como es lógico deja secuelas casi indelebles. Un ejemplo recurrente es el del hijo que recuerda como su padre era violento con su madre en base a dos imágenes, su padre con el cuchillo en alto, y su madre gritando. Sin embargo, desgajadas de ese recuerdo falso, su padre está trinchando un pavo y su madre está gritando al perro, es decir, son imágenes sin relación alguna pero que son construidas, o mejor dicho, re-construidas en o más bien para (sustentar) un relato de malos tratos familiares. Quizás mi explicación no sea muy certera, y quizás pueda oponerse que dicho Síndrome resultó controvertido cuando fue formulado por la doctora Elisabeth Loftus, pero sin embargo que uno acumule ya tantas lecturas y esté tan adiestrado en cuestiones de oposición de versiones contradictorias que se cuentan siempre por verdad, y además que me invitasen por mi intervención en aquel asunto a un congreso nacional (lo de nacional lo pongo en minúscula, por si acaso) de Psiquiatría Forense en el que nadie cuestionó la existencia del Síndrome, me hace pensar que comenzar hablando de esto no resulta ocioso para quedar a las puertas del párrafo siguiente.

Para evaluar la verosimilitud de un relato lo referenciamos a un imaginario social. No asumimos como verosímiles los relatos acerca de marcianos que vivan entre nosotros entre otras cosas porque no contamos con narraciones representables y aceptables socialmente en las que un ser de Marte compre el Marca -Rajoy parece confirmado que es de Galicia, Tierra- o uno de Venus compre patatas en Bilbao -aunque es muy probable que haya gente de Bilbao en Venus, que no lo han contado por puro comedimiento-. Usamos el imaginario como esos lápices que se usan en las cajas de las tiendas para comprobar la falsedad de los billetes que entregamos. Uno podría imaginar que si alguien usa un lápiz trucado para ese menester pueden producirse situaciones digamos “graciosas” si le echamos atrás a alguien seis o siete billetes seguidos. Pero pensemos también en que quien usa el lápiz en la caja desconozca que está trucado: en una apacible tarde cualquiera de octubre acabará teniendo la percepción, falseada pero tomada por verdadera, de que una red de falsificadores ha elegido su negocio para colocar billetes falsos en el mercado y engañarle además directamente; acabará mirando mal a todo el que se acerque a la caja, la protegerá, acusará a todos de falsificadores. Esa, la de haber sido víctima de un red de criminales, será la historia que cuente al regresar a casa. Ser víctima de una red de criminales es un relato verosímil y aceptable y aceptado en el imaginario. A ese imaginario hizo alusión en su intervención en el Congreso el pasado día 11 de octubre Joan Tardá, de ERC: “…creo que no hay derecho en el siglo XXI que nos hagan sufrir, pero al final ganaremos, es más, históricamente sabemos lo que es sufrir, porque en el imaginario de los catalanes, les guste o no, el derecho a decidir ya no va a desaparecer.” He hecho algún corte no esencial de su frase; más tarde añadía, aun no siendo explícito en el motivo pero bien deducible -una eventual detención y condena de responsables políticos-, que a esa bandera ya implantada en el imaginario ahora podría unirse la de la amnistía. Padre cuchillo en alto, madre gritando, recuerdo del sufrimiento pasado; derechos imaginarios, persecuciones injustas, héroes detenidos, implantación de un relato falso en el imaginario social. Una gran ocasión investigadora para la doctora Loftus.

Un día antes, el 10 de octubre, en la sesión del Parlamento de Cataluña, Anna Gabriel, de CUP, proclamó que la eventual nueva República catalana era una continuidad de una legitimidad que los fascistas les habían quitado -debe entenderse, sólo a los catalanes-, la de la II República (española, el paréntesis es mío). Anna Gabriel tiene 42 años, es decir, nació el mismo año que murió Franco. Previamente y como preámbulo a esa declaración de continuidad y herencia de legitimidad había hablado de hambre, guerra, ausencia de derechos humanos. Los lugares comunes se deshabitan de sentido y se pueblan de fantasmas, las frases hechas se convierten en paisaje de rodaje, es decir, meros paneles, sólo fachadas, sobre los que proyectar la pretensión de convicción acerca de una vida en falso. La nueva república catalana posee un antecedente histórico que es la proclamación de una idea similar en octubre de 1934 por Companys. Fue, hay que repetirlo, me temo, la II República española, bajo la presidencia eso sí de un gobierno de la CEDA, de derechas, filofascista, la que detuvo a Companys y suspendió el Estatuto y desde luego la República catalana. Azaña en 1936 liberó a Companys y levantó la suspensión del Estatuto de Autonomía -no de la República, claro-. Y poco más pudo hacer, tras el comienzo del golpe de Estado que finalmente tomó el poder al mando de Franco. Aun deteniéndonos en los detalles, nada hay en el relato histórico mayoritario de esa época que haga suponer que la II República Española fuese el punto de partida de la conformación de España como un sinfín de repúblicas regionales, y por tanto el hecho tozudo sería que aun con Azaña, autonomía sí, república catalana no. Y desde luego, los perjudicados históricos del golpe de estado y la posterior dictadura no fueron sólo los catalanes.

Al oír expresar al señor Tardá de modo claro esa idea y conectarla con la intervención de su socia de la CUP, lo que era más que una intuición se confirmó como certeza y caí en una tristeza de esas que llaman infinita, esa que suele cogernos cuando se comprueba que extenuados todo nuestro esfuerzo es inútil y que no podemos torcer el brazo al destino, que es algo que entiendo que forma parte de las obligaciones ciudadanas. Si uno percibe mínimamente rasgos hobbesianos en la sociedad, y los datos son como para hacerlo -el hambre, la guerra, esas cosas de que hablaba la señora Gabriel, puede entender que yo entienda eso de doblegar al destino como obligación ciudadana. La Constitución de 1978, redactada del modo tutelado en que se quiera, alude a esa obligación de torcer la mano al destino que golpea y golpea. Su continuidad era la de la II República y la de otras anteriores redactadas en contextos similares de presión, comenzando por la de 1812 en un Cádiz cercado, y ello aun cuando acoja la figura de un rey como Jefe simbólico de un Estado organizado en un sistema parlamentario y bajo la división de poderes y la asunción de las declaraciones y convenciones de Derechos Humanos como espinazo. Su aprobación por sufragio universal, y todo su desarrollo posterior, cambia el sistema de potestas divina o dictatorial por el de soberanía popular. Para entendernos, que decidamos dejar como jefe del Estado a una sola familia no afecta en lo sustancial a la conformación constitucional basada en la soberanía popular, por cuanto esa misma soberanía tiene la facultad mediante el voto de cambiar a la familia mencionada por otra fija o por una candidatura electa -mi preferencia-. En ese contexto, un contexto de democracia parlamentaria, estado de Derecho, división de poderes, el Sr. Tardá habló de imaginario, un imaginario reconstruido que la Sra. Gabriel había expresado en su modo extremo y más perverso un día antes, y caí en el desánimo porque la Sra. Gabriel, con sus eufónicas apelaciones habituales a la hermandad de los pueblos del mundo oprimidos por la injusticia y a la construcción de una sociedad mejor en la que los perros no se comen las longanizas que los atan porque se han vuelto perros veganos, pasó a ser el paradigma de esa tarea de reconstrucción del recuerdo falso, pasó a ser la paciente modelo de la doctora Loftus. No tengo a la Sra. Gabriel por tonta, antes al contrario, y no tengo por tontos, aún menos, a muchos conocidos que sin dudas de ningún tipo utilizan partes del imaginario independentista catalán para sus relatos seudohippies de paz y amor. Estoy seguro que debidamente sometidos a test y pruebas todos ellos toman el relato de la opresión, el tardofranquismo, el España nos roba, nuestra lengua está en peligro, policía asesina, torturadora y represora, y demás hitos de ese camino, como dogmas de fe. Ya sabemos que la fe es ver sobre una encimera vacía un extraordinario jamón de Aracena -que aunque algún mapa escolar desvariado en un futuro pudiere situarla en Girona, es una localidad de Huelva-, y que incluso como dogma de fe se toman las visiones de los andaluces como una panda de flojos duermesiestas subsidiados. Si alguien con formación, con algunas lecturas, repite como mantra y con fidelidad todos los detalles que conforman el imaginario a que aludía el Sr. Tardá, y que se ha extendido a casi dos millones de personas, es que el síndrome de falsa memoria existe, el recuerdo falso está implantado, y nada puede hacerse ya. De igual modo que no cabe que los registros lingüísticos se mezclen porque genera un problema de pragmática, devendría inútil la comunicación, no cabe que para resolver un problema psiquiátrico se recurra no ya a soluciones, que ojalá, sino a refutaciones jurídicas o políticas que no pasen por aceptar que estamos ante un enfermo probablemente incurable. Y ese es el caso, y esa es la imposibilidad.

¿Valdría de algo que se explicase Historia o Derecho a la Sra. Gabriel, a la que tomo como paradigma de las víctimas de ese imaginario construido como expresión del síndrome de memoria falsa? No, de nada valdría. Si un relato se sabe falso, se sabe reconstruido, es refutable porque quien lo sostiene conoce que se sustenta sobre premisas erróneas, y cabe que acabe cediendo a la razón. Sin embargo, si ese relato es “verdad” o incluso “la verdad”, la refutación es imposible ya que ha sustituido la racionalidad por la fe, y por la fe uno se deja comer, cantando, por los leones. En la apelación al pueblo, al espíritu del pueblo, al conocimiento y percepción directa del lugar, al mito en vez de al logos, al héroe en vez de al ciudadano crítico, no hay sino la recreación de un debate de casi doscientos años, la Ilustración frente al Romanticismo. Las banderas, los cánticos, la iconografía, lo atractivo visualmente en un mundo que ha sustituido el concepto de verdad débil por el de verdad efímera o postverdad, verdad falsaria y sólo filtrada y emocional; en ese mundo, la oposición fundada en relatos racionales coherentes y consistentes es un esfuerzo vano, porque no se alcanza a haber cancelado un relato falsario cuando ya otro lo ha sustituido con sus colorines. Todo es decorado y nada hay más allá del decorado, un decorado en el que la fruta brilla al sol y el agua es pura y los pájaros sólo se comen los insectos que se prestan a ello voluntariamente, y sí, los leones son vegetarianos y acuden cada día a la Academia. La culpa de los males es del otro, siempre es del otro, de que esto no sea así, de que nos fuese arrebatado, de que no podamos tenerlo de nuevo. Con peores o mejores variantes en el falso recuerdo implantado esto es una constante en los desastres del siglo XX y del XXI, las plazas llenas de banderas y de oprobios, a la lucha, hermanos, a la lucha. Que no se exhiba el arma no significa que la violencia esté excluida, porque ese espíritu del pueblo es violento o no lo es. Si no lo es se llama consenso y es racional, es frío, es feo y poco atractivo. La colectividad como unidad de destino cuyos destellos iluminan todo el orbe, frente a lo colectivo como suma en la que importa tanto el resultado como el modo en que se alcanza, un procedimiento árido, mate, costoso.

Es de un enorme mérito construir un imaginario en el que un pueblo rico se perciba aun en un tercio de su total como oprimido, cuando lo habitual es que sean los pobres los que sumen a la miseria la falta de derechos; ese es otro de los rasgos de este nuevo Volksgeist “democrático y pacífico” catalán. En ese estado psiquiátrico de cosas, cuando un político es corrupto no lo es contra la sociedad al completo, sino sólo contra la catalana. Si se limita un derecho, sólo se le limita a un catalán. Lo malo está siempre fuera y viene de fuera. Los éxitos sólo son de los catalanes y los fracasos la consecuencia de que no sean catalanes “de los nuestros” los que nos gobiernan. Es muy ibérico todo esto, por cierto, lo que debería hacer pensar en la ausencia de singularidad de los catalanes. En julio de 1958, por ejemplo, Miguel Torga hablaba de esto en sus diarios, de una suerte de inocencia como enfermedad crónica que falsea el pasado bajo una luz rosada, de la monstruosa ligereza colectiva en la que nadie yerra, nadie es responsable de nada y nadie se siente culpable. Quizás la solución no sea tanto la república catalana sino algo más hermoso, la república ibérica, ya que parece que todos los que hemos nacido de Pirineos abajo parecemos predispuestos al mimo mal del que también es expresión el individualismo sin respeto al individuo, un mal que como decía Torga es paliable, es evitable, con ideas, valores y principios que, claro, no interesan a nadie. Con Ilustración por tanto, con meditación y comprensión. Lo que digo acerca del Volkgeist catalán es por supuesto aplicable por respeto kantiano al Volkgeist español, si bien sobre este ha caído más ya la Historia y curado muchas de sus secuelas. Mayoritariamente, y supongo que más por miedo heredado y orgullo deportivo que por una convicción absolutamente racional y razonada, esos que cuando un cuestionario les pide que pongan la nacionalidad señalan española no lo hacen pensando en la conquista de Granada o en que hubo un tiempo en que no se ponía el sol en el Imperio, sino en que hemos alcanzado un estado organizativo que nos protege incluso contra nuestra propia imbecilidad y dejadez, y que eso genera una buena vecindad y hasta una hermandad apacible que incluso se prolonga en quienes hablan nuestro mismo idioma en otros muchos países.

No existe, claro, un tratamiento fácil ni corto. La conformación de una memoria falsa, la implantación de un falso recuerdo que dé lugar a un imaginario como el que exhiben sin pudor ni rigor muchos catalanes es una tarea prolongada, y prolongada es la terapia para lograr que sus secuelas reales sean curadas. Es más sencillo, claro, sobre una persona que sobre un millón. En una situación en la que se habla de victorias y derrotas y se exhibe el oropel y atractivo romántico del vencido, el vencido acaba siendo vencedor, y la historia es de éste último. Es una paradoja, claro, porque la razón está de lado del vencido sólo mientras pierde, el romanticismo exige causas perdidas, ya que las ganadas son una victoria de la opresión -ergo, el fascismo-. En disputas en las que se renuncia al golpe -pero no a la violencia, debo aclarar- si una gana es porque la otra cede, y entonces el vencedor exhibe la victoria y como decía, la razón de la victoria, que no necesariamente es la Razón. En charlas con amigos, hace más de veinte años, ya pronostiqué que algunos territorios españoles alcanzarían la independencia, porque si se renuncia a la violencia institucional sólo resta entonces ceder. No es que fuese un visionario, pero lo que creo que no soy es un ignorante. Cambiar un recuerdo falso, lograr exponer un eventual derecho histórico como un anacronismo intolerable en una sociedad que ha optado por el consenso y la suma de individuos en vez de por el colectivo iluminado que avanza hacia la Historia, es una tarea que puede prolongarse durante decenios, y en tanto pasa el tiempo no puede ponerse un guardia tras cada enfermo para que no escape. Y en tanto uno charle con enfermos, acaba incluso adaptando su lenguaje al del enfermo para no cancelar una comunicación necesaria para el tratamiento pero que siempre está viciada por el hecho de que el enfermo no sabe que lo está. El enfermo percibe al otro, aún más incluso al médico, como un enemigo. Pero si uno está cuerdo, sano, su único enemigo es el enemigo de la Razón. Ya no se trata de pedir que la gente se lea como mínimo la Constitución o el Estatuto, que no se hagan trampas contables, que se viaje y se compruebe cómo viven los demás dentro y fuera de España, que se sepa Historia y Derecho. Todos los esfuerzos racionales hechos para tratar la “nueva cosa” -la anterior “cosa” fue el terrorismo de ETA- han sido vanos, de ahí el cansancio, de ahí la tristeza. Llegados a este punto, qué más da una frontera romántica más en vez de un horizonte más abierto y racional: la guerra ha terminado. Concedamos que esos que se llaman independentistas, una mezcla extravagante de derechas tardofranquistas -aquí o todos somos tardofranquistas, o ninguno- y corrientes troskistas payesas, han ganado, no sea que quienes se creen Napoleon por sentarse ante un colegio empeoren. Pero en el Derecho Internacional Humanitario es obligatorio ocuparse de las víctimas de los conflictos, así que ahora ya sólo se trata de convencer a la doctora Loftus de que reúna a dos millones de colegas y comience, en aras de la civilización, a tratar a los vencedores.

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2 respuestas a Freedom for Loftus, o una revisión neurocientífica de la «nueva cosa».

  1. ABEL dijo:

    Oportuna y acertada reflexión, deberían leerla los asesores de Rajoy, Pedro Sánchez o Rivera para cuando les preparen sus discursos parlamentarios, quizá así suban el tono dialéctico y les vaya mejor.
    solicito al autor de tan magnífico texto tomar prestadas algunas frases.
    saludos cordiales desde España

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  2. Permiso concedido, claro. Muchas gracias, Abel.

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