Again

 

Entonces se topa con una sombra: la sombra pertenece a un bosque. La sombra le cierra el camino. Sin admitir ni permitirse una demora física, una reserva mental, extiende el hombre las manos, para asir y deshacer la sombra o apartar una rama o abrir un camino, o todo. Avanza tras las manos, acompasa las piernas a las manos equilibrando así el paso, se adentra y abre un surco en el obstáculo, va dejando atrás la sombra, sin medirse con la altura o el espesor de los árboles, sin impresionarse, acaba por dejar atrás el bosque, y de nuevo se topa con algo que ciega la luz del camino: es un muro. Estuvo encalado el muro; ahora sólo está sucio. Duda sí ahora sobre si saltar o rodear pero no alcanza a determinar dónde finaliza, y opta por el salto. Al primer intento araña con las yemas la mitad rugosa del muro; para el segundo toma carrerilla pero ni así logra asomar las uñas al otro lado. Antes del tercero ha vuelto atrás, y ha quebrado y arrastrado y apilado ramas; con las manos oliendo a savia recién vertida empieza a hacer equilibrios, y una vez alcanzada la cima del túmulo flexiona las piernas lo justo para que no se desmorone la construcción, y brinca. Los antebrazos se alzan iluminando el espacio sobre el muro, y en su caída acaban enganchados al borde superior del obstáculo: con un rumor de huerto agitado por un cachorro se ha deshecho la improvisada rampa y hay un desorden vegetal bajo los pies que cuelgan en el aire golpeando la cal sucia y crujiente, nieva cal sucia sobre las ramas rotas -sin duda, amigo mío, es excesivo esto, sobran tres líneas al menos, y me quedo corto. Pues la verdad, no te digo que no; es que los fines de semana se relaja uno un poco más-. Patalea como un ahorcado futuro para impulsarse, puntea contra el muro hasta hallar apoyo, y entonces, arañándose, quemándole los tendones de los hombros, va asiéndose y alzándose al remate hosco de la pared, hasta colocarse a horcajadas. Resopla, descansa brevemente, pasa ambas piernas a la cara interna, y, sin meditar ni mirar mucho, se deja caer; no es, en puridad, un salto, sino dejarse caer, levemente impulsado. Todo el esqueleto le retiembla con el impacto, flexiona las piernas para acoger el suelo hasta tocarlo con una mano. Se pone en pie, y cuando mira, hacia adelante tiene ante sí un pasillo, opacado por setos que conforman un bóveda fantasmagórica y vegetal. La luz en el pasillo es sólo un rastro, un encaje, las puñetas de una larga manga. Anda por él, acorta el espacio, acelera a veces, compite con la horadada oscuridad -madre mía, ni fin de semana ni nada, qué exceso retórico; luego mira si vas rajando de los atracones de adjetivación. Que te follen, capullo, déjame en paz-. De pronto el techo de arbusto se hace cubierta arquitectónica: está bajo un porche. Ante él, ahora, una puerta. Toma el pomo, lo gira, se alborotan las bisagras -¡se alborotan las bisagras, no me lo puedo creer, eres la pera, tío! Me cago en tu puta madre, desgraciao, déjame en paz-. Cuando tras un par de pasos se detiene está en una casa en sombras; no se diría abandonada, se diría solitaria, casi vacía; y en sombras. Camina a tientas -venga, por dios, menuda locución falsa, camina a tientas… Mira, paso de discutir contigo porque como me ponga vamos a acabar a ostias, y estoy cansado, tengo más cosas que hacer, vete por ahí, anda- cruza el vestíbulo, traspasa un dintel, dibuja o imagina los contornos de una estancia; luego de otra; luego de otra. Ésta en la que está ahora es la mayor de las conocidas, quizás la principal de la casa. Quizás por ello, al fondo, hay una débil luz, una lámpara cuyo filamento adelgazando rumbo a la fractura, a la extinción, aún tiene sentido aunque poco significado ofrezca. Avanzando hacia ella, hacia la débil luminiscencia -o quizás ya no luz sino su recuerdo sólo, el color que permanece bajo las párpados recién cerrados los ojos-, topa con algo: sin que los ojos hayan conseguido tener utilidad, y por el peso, si fuese un cortinaje es excesivamente pesado, si es un cuerpo es liviano, seco, se dice. Extiende el brazo izquierdo en diagonal, y para devolverlo a su lugar recoge el obstáculo, lo elimina, el obstáculo queda atrás, igual que la sombra, el bosque, el muro, el sendero, el túnel de estancias: el resto. Frente a él, la presencia continua de una pared, que desconoce si vacía, que desconoce si plagada de colgaduras y adornos y molduras y pinturas o dibujos o alguna foto, sólo presencia, y algo hacia la derecha, abandonada en el suelo, una tira más clara que el apagado gris marengo de ese espacio: la promesa de un vano, un paso, una puerta. Se acerca inseguro, por si tropezase, alarga la mano, el tacto es liso, da con una manilla, al girarla estará al otro lado de la casa. Y lo hace, avanza para salir por fin de allí, de eso, que se le cierren los ojos y se le emborrachen las células con una llamarada violenta de luz, son dos, tres pasos, y está fuera. Entonces se topa con una sombra.

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